sábado, 24 de marzo de 2012

DESCRIPCIÓN DE UN MATADERO - Por Simone de Beauvoir


En la obra perteneciente a Simone de Beauvoir, la cual lleva como título “Norteamérica al desnudo”, la autora establece una elogiable y asombrosa descripción sociológico-filosófica de Estados Unidos, y asimismo de la condición humana desde su propia experiencia, luego de visitar este controversial país durante cuatro meses en el año 1947.
El texto que aquí transcribo es un pasaje extraído del libro aludido. En el mismo se describe de manera cruda, aguda, precisa y reflexiva la esencia de un matadero que Simone ha visitado en aquel país y lo que ocurre en el interior del mismo. A lo largo y al final del texto puede percibirse que las sensaciones suscitadas en un ser humano luego de un paseo espantoso y macabro, producen el despertar y el nacimiento de inevitables, lúcidas y acertadas conclusiones, a las cuales el Homo Sapiens debería arribar incondicionalmente.


16 de mayo

No dejaré Chicago sin haber visitado los Mataderos. Sabemos que es la gran central donde de todos los lugares de Norteamérica afluyen las bestias vivas, que son enviadas a todo el país en forma de carne congelada y de latas de conserva. Está bastante lejos del centro y durante kilómetros, el elevado corre por encima de una planicie ocupada por corrales donde están encerradas las vacas. De la mañana a la noche desembarcan de grandes trenes que las traen del oeste o del sur y cowboys a caballo guían las tropillas por los senderos de ese enorme campo de concentración.
Flota olor a sangre, fiera y rancia, que penetra hasta los vagones del elevado. Cuando desciendo la escalera de la estación, el olor me salta a la garganta y aunque trato de antemano de endurecerme el corazón, una inquietud se infiltra en mí a cada bocanada de aire que respiro.
No me desayuné y pregunto dónde se halla el restaurante; me indican un gran edificio que se levanta sobre las barracas de madera. El restaurante está en el último piso. El inmueble está ocupado de arriba abajo por escritorios donde teclean las máquinas de escribir; el olor no entra, la carne y la sangre están convertidas aquí en cifras abstractas que se inscriben sobre papel bien prolijo, en una atmósfera cuidadosamente condicionada. Las oficinas de Lassalle Street y de Wall Street no huelen tampoco a petróleo ni a sudor, pero el hiato que separa el mundo del provecho del mundo del trabajo es más sensible aquí que en otras partes, a causa del olor tan próximo que rodea a ese torreón.
Desde las ventanas se advierte toda una ciudad de madera, especies de mercados con el suelo cubierto de pajas, de virutas, de detritus, y se siente vagamente que pasan cosas ambiguas. Aquí todo está bien ordenado, todo es franco. En las paredes hay fotografías de vacas y de carneros resplandecientes de salud; se ven también colores atractivos y cínicos de maravillosos bifes, de tajadas de jamón. Imágenes tranquilizadoras donde el triunfo del hombre sobre la naturaleza es consumado.
Es el drama intermediario al cual voy a asistir. Después de mi comida pregunto a qué hora comienza la visita y me dicen que justamente una “vuelta” parte dentro de cinco minutos de un inmueble vecino. Desciendo, atravieso el olor, subo a un escritorio donde cinco o seis personas esperan. El guía abre la puerta; parece que vamos a visitar un museo. Solamente, al final de una larga galería de madera, cuya planchada sube y baja en plano inclinado, un cartel nos previene: “Que las personas sensibles se queden en la puerta”. Todo el mundo entra.
Los mataderos son empresas privadas, hay grandes y modestas; creo que ésta es una de las más considerables. Las plataformas de madera han sido construidas especialmente para los turistas y serpentean alrededor de vastos halls, a mitad de camino entre el suelo y el cielo raso. Desde esta situación elevada, podemos echar un vistazo a la vez preciso y distante sobre la agonía de las bestias y el trabajo humano. Grandes carteles numerados nos explican las diferentes fases de las operaciones, como los carteles de las rutas nos cuentan la historia de Norteamérica, como los afiches describen a los G. I. los monumentos de Florencia y de Roma: este país tiene vocación pedagógica. Se han descripto muy frecuentemente esas grandes fábricas salchicheras como para que yo vuelva a hacerlo: los cerdos gritan, la sangre brota y ya en el cuarto cartel las bestias vaciadas, decapitadas, escaldadas, no son sino una materia dócil, como una tabla de madera recortada.
Antes de ser vendidas, permanecen veinticuatro horas colgadas de ganchos en vastas salas de refrigeración; menos que una operación con fines utilitarios, me parece un rito sagrado. Es la vela de armas, la iniciación que transfigura a un ser carnal, enraizado en la naturaleza y penetrado de efluvios turbios en una conquista humana que tiene su lugar y su papel en la sociedad. El animal que hasta hace poco escupía sangre y gritos se vuelve un alimento con el cual un individuo civilizado puede alimentarse con toda tranquilidad de conciencia. [...]
En los grandes almacenes que se abren al lado de las heladeras, los jamones envueltos en celofán tienen el color del trigo maduro, del pan bien cocido; el oro incitante de las salchichas y los salchichones ha retenido la pureza de las llamas, y los sortilegios de la sangre y de la carne están conjurados. Comería sin un mal pensamiento un pedazo de ese tocino. Aunque la muerte de las vacas es menos horriblemente espectacular que la de los cerdos degollados, porque la bestia cae detrás de una empalizada de madera cuando el martillo del ejecutor se abate sobre su cabeza, es ese enorme palacio de la carnicería lo que me causa la mayor impresión. En el olor de la sangre caliente, en la sorda luz del hall donde brilla el acero de los cuchillos, hay dos dramas que se superponen: el hombre contra las bestias, y los hombres entre sí. No es por casualidad que los brazos sangrientos que despedazan los cadáveres son casi todos, bajo sus guantes rojos, brazos negros. [...]
Miro las vacas que, asombradas y palpitantes, ruedan por una trampa bruscamente abierta, y caen sobre el piso; un gancho las alza y un brazo armado con un cuchillo les corta una arteria y la vida. Las decapitan, les echan sobre las patas un largo delantal blanco. Se llevan en carros enormes pulpos azules y cubos llenos de sangre espumosa. Vacían sobre el pavimento baldes de agua, cuyo metal toma contra el suelo rojos reflejos asesinos.
Esta colosal carnicería es la tragedia visible, símbolo de otra tragedia más cruel, más disimulada. Para vivir, el hombre absorbe vidas ajenas; pero también se alimenta con la vida de sus semejantes. Me parece súbitamente que el corte de las carnes heridas, todo ese gran decorado de sangre y de acero, está destinado a iluminar el sentido formidable de esa ley “natural” a la que estamos habituados desde nuestro nacimiento: el hombre es una bestia que come.


SIMONE DE BEAUVOIR; Norteamérica al desnudo, trad. Juan José Sebreli, Ediciones Siglo Veinte, Buenos Aires, 1964; pp. 352 a 355.

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