Se llamaba Tanis Semielfo. Thantalas, en el lenguaje de los elfos Qualinesti. Llegó a casa de Beatriz, su dueña, en Culleredo, con dos meses cumplidos, desnutrido, deshidratado, lleno de pulgas, enfermo de displasia: Una desconfiada bolita gris. Ella lo cuidó sin escatimar vacunas, desparasitaciones, piensos especiales, cien mortadelos mensuales por el tratamiento durante ocho meses. Ya saben. Los que tienen perros lo saben. Noches en vela, sobresaltos, meadillas por aquí y por allá, si no tuviera perro esto no pasaría, tus diarreas por todas partes, cabroncete, y yo partiéndome el lomo para comprarte comida y llegar a fin de mes. A cambio, lo que también saben los que saben: el misterio leal de sus ojos, su presencia callada a los pies de la cama, su fuerza tranquila, el trueno del vozarrón perruno, su pataza torpe apoyada en tu brazo pidiendo una caricia, su trufa húmeda y fría, sus miradas de consuelo. De adoración. Si alguien mira a Dios, piensas, sin duda debe mirarlo así.
También colmillos, por supuesto. Diecisiete meses después, la bolita asustada y enferma, pesaba cincuenta y cinco kilos, con setenta y dos centímetros de cruz, y una boca en la que cabía la cabeza de un niño. Es un perro asesino, le dijeron a su dueña. Un Fila Brasileño. No vivirá mucho, porque tiene el hígado enfermo; pero, mientras tanto, cuidado con el. Mata. Su dueña tuvo mucho cuidado. También quiso saber más. Investigó, reconstruyendo la siniestra biografía genética de su perro. Naturalmente, a ella no podía ser ajena la mano del hombre. Tanis era un perro hecho para el combate, un guerrero antiguo con una estirpe gladiadora tan vieja como la Historia: El Canis Familiaris Inostranzevi, el moloso persa, griego, asirio, el onzeiro, el cabezudo, el boiardeiro brasileño. Hace dos mil años, sus antepasados destripaban leones y gladiadores en el Coliseo de Roma, acompañaban a las legiones del César, cuidaban su ganado y despedazaban bárbaros con idéntica eficacia; y todavía hace siglo y media, sus descendientes cazaban esclavos para los blancos en las selvas amazónicas. Por eso los cachorros Fila tienen ojos de viejo, y alma llena de costurones, y mirada resignada, hecha de siglos, de sangre y de fatalidad – su dueña me dijo que los ojos glaucos de Tanis le recordaban al Capitán Alatriste -: el hombre los hizo asesinos, y lo saben. Sin embargo, cuando tiene un amo no hay lealtad comparable a la suya. Los Fila, como casi todos los perros, son fieles súbditos de reyes que no los merecen: luchan en guerras que no son suyas, dejándose matar a cambio de una palabra, una caricia o una mirada. Nadie ama como ellos aman. Nadie tocará al dueño mientras sigan en pie, luchando. Hablo de esos mismo dueños que luego, cuando los perros están viejos, enfermos o inválidos – a veces por obedecer sus órdenes- los abandonan, los envenenan, los echan a un pozo o los ahorcan.
Eso era Tanis: un sicario. Una pistola cargada y amartillada en manos de los hombres. Uno de esos perros que, cuando el amo baja la guardia sale en los periódicos y en el telediario, convertidos en criminales por la estupidez o crueldad del dueño, porque la naturaleza tiene extrañas oscuridades, o simplemente porque, en un mundo lleno de gente desquiciada, es lógico que se desquicien los animales. El caso es que, un día, Tanis, el asesino al que los vecinos, con toda la razón del mundo, miraban con recelo y miedo, paseaba por el parque junto a su dueña, entre niños jugando y mamás sentadas en los bancos. De pronto, un Pastor Alemán que estaba cerca – a diferencia del Fila, y en principio, el Pastor Alemán es un ciudadano libre de toda sospecha- atacó a un niño de tres años llamado Martín. Por las buenas. Directamente a la garganta.
Entonces Tanis Semielfo, Thantalas, en el lenguaje de los elfos Qualinesti, voló sobre la hierba. Todo el mundo, dueña incluida, creyó que se sumaba a la matanza. Pero no. Se fue derecho al otro perro, fajándose con él a dentelladas. Sangre colmillos y jadeos: un alarde profesional, resultado de siglos de adiestramiento. Y no lo degolló allí mismo porque el Pastor alemán se largó con el rabo entre las patas. El niño, derribado en mitad de la refriega, lloraba entre los gritos histéricos de su madre. Y entonces, el perro asesino, cojeando con una pata lastimada y en alto, fue a tumbarse panza arriba, junto a él, para que le acariciara la barriga.